miércoles, 27 de marzo de 2013

El Pequeño Nazareno de Julio Garmendia




    Una de las tradiciones religiosas venezolanas de mayor arraigo es comprometer una promesa al Nazareno y siempre se paga con luz de velas, asistencia a misas y el uso de una túnica morada durante la misa y procesión del miércoles santo. Cada ciudad y pueblo de Venezuela vive esa tradición en niños, jóvenes y adultos con profunda fe para honrar a Dios.
   El cuento del venezolano Julio Garmendia (1898-1977) recrea el cumplimiento del “pago de la promesa” desde la protesta de un pequeño. Una lectura para recordar nuestra infancia y nuestras tradiciones.




 El Pequeño Nazareno
   El miércoles santo, el pequeño Nazareno de túnica morada y grueso cordón blanco, a nudos, bien ceñido alrededor de la cintura, sube-o debería decir subir- entre papá y mamá, por la calle que conduce a la iglesia del Nazareno. Pero no está dando pruebas, en absoluto, de aquella nazarena paciencia y resignación correspondientes al personaje y a la indumentaria que le han sido asignados. Todo lo contrario, demuestra un verdadero humor de perros-un humor como pocas veces se habrá visto un Nazareno en miércoles santo-; rezonga y lloriquea, y en vez de seguir a papá y mamá dócilmente, se hace halar, y otras veces empujar, por uno de ellos dos. Intentan ambos convencerlo, le ruegan, le prometen recompensas para luego, para un poco más tarde, cuando ya la visita al templo haya sido hecha, la devoción cumplida, y la promesa , pagada, de acuerdo con los términos del devoto convenio celebrado entre ellos y el Nazareno de los milagros.
   El pequeño Nazareno, no cabe duda, es duro y terco; ningún ofrecimiento hace mella en su actitud- que es de franco sabotaje-; nada ni nadie lo obliga a ir más ligero ni a dejar una cara menos agria. Cuando un helado de guanábana le es gentilmente ofrecido (esto último en patente contradicción con todas las tradiciones respecto al trato a acordarse a nazarenos, las cuales no incluyen en absoluto helados de guanábana, sino hiel en hisopos en perspectiva únicamente), cuando el helado, pues, le fue ofrecido, el pequeño Nazareno lo arrojó al suelo, sin ceremonia ni compasión. Peor aún sin apetito. Es entonces, en ese instante crucial, cuando papá le da una bofetada en la mejilla- volviendo, ahora, de repente, a la observacia de las viejas prácticas que repiten la manera de proceder con nazarenos y redentores. En atención a lo sucedido, a la corrección, hubiera podido creerse que el pequeño Nazareno se hubiera finalmente resignado a representar bien su papel y a convertirse en viva imagen del gran Nazareno a cuya iglesia era llevado por papá y mamá. ¡Pero nada de eso! Se puso furioso – aún más que antes-; se desencadenó, materialmente, chillando y pataleando, y haciéndose llevar a rastras de ahí en adelante.
   Perdiendo el último resto de su santa calma y alzándose la túnica en plena calle concurrida, mamá le da unos cuantos cordonazos, “a posteriori”, si puede decirse así, con el mismísimo cordón blanco y de gruesos nudos que le estrecha la cintura, la delgada cintura, al pequeño diablo indócil.
   El pequeño Nazareno, pues, para este instante-para esa “estación”, diremos mística, de su ruta-,ha sido ya debidamente halado, empujado, golpeado, abofeteado y azotado. Está, además, bañado en lágrimas, y su larga túnica violeta de vistosos pliegues aparecía toda ella, también maculada por salpicaduras, no de sangre, pero sí de guanábana- provenientes del helado que fue lanzado por él mismo contra el cemento de la acera, contribuyendo así a su propio castigo y sufrimiento. Sin nadie proponérselo, se daba entero cumplimiento a todo, o a casi todo, el ritual correspondiente a nazarenos, grandes o pequeños, forzosos o espontáneos, antiguos o modernos. El pequeño Nazareno seguía gritando. Una nutrida concurrencia presenciaba el espectáculo. Si no fuera por la decadencia de la fe en los días que corren- de la fe en dios y de la fe en el Diablo-, es casi seguro que lo hubieran acusado, allí mismo, de endemoniado agudo. Lo hubieran exorcizado, o hasta lo hubiesen quemado, ¡quién sabe! Todos los otros nazarenos que había por la calle lo contemplan con ojos de asombro.


Garmendia,J (1986) La hoja que no había caído en su otoño. Caracas : Monte Ávila Editores/INCE

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